Creo que llega el momento de admitir a las claras el sentido de este ensayo. Si has dedicado algo de tiempo a leer alguna entrada habrás advertido que esto no es más que un monólogo sobre la vida después de la muerte. Solo que, para mi comodidad, he intentado abordarlo paseando por una calle paralela, preguntarme acerca de la vida sin cuerpo, en vez de hacerlo por la avenida principal. Hablamos demasiado de Euribor, PIB e inflación y hay poco espacio para tratar este tema. Si estás aquí, gracias por tu compañía.
Articulamos nuestro “Yo”, construyéndolo a base de vivencias: respuestas al entorno condicionadas por inclinaciones del carácter. Somos lo que hacemos con lo que nos pasa. Hacemos lo que hacemos con lo que nos pasa porque hemos aprendido a hacerlo de determinada manera. Nos construimos así, añadiendo el recambio celular a la plasticidad de nuestro órgano vigía, pieza sobre pieza, día sobre día.
La dificultad al pensar en lo que viene después ( no, no es el postre ), proviene de conjugarse a sí mismo en un futuro incierto. Tendemos a lo esperable, a trazar planes, a hacer coincidir nuestra vida con lo que esperamos de ella. Hacemos planes para ir a comer la semana próxima. Pero hay un punto en esa conjugación del futuro en el que nuestro cerebro no es capaz de proyectarse: cuando cesa la existencia de ese narrador, ese perpetrador. Se le pide al protagonista que cese de relatar en primera persona y lo haga en ninguna y, una vez en ese escenario abstracto, que continúe contando la novela.
La respuesta que he aprendido a través de la religión predominante en mi entorno de crecimiento es clara: seguimos persistiendo en una forma distinta, mejor. Desprovistos de las imperfecciones que el primitivo cerebro aporta a la ecuación: celos, miedo, ansia, lujuria. Somos nosotros sin nuestros pecados. Debemos ser el sujeto que plantean las sagradas escrituras para ser ese sujeto en un futuro gaseoso, inaprensible, utópico. Perdemos todas esas piezas sobre las que nosotros mismos nos hemos ido construyendo para quedar reducidos a una esencia fundamental. Parece que el precio para ser eternos es dejar de ser humanos.
Ante la imposibilidad de trazar un plan, ese “Yo” se perpetúa. Asciende, trasciende, vuelve. De manera egoísta tiende a seguir contando la historia desde su punto de vista, porque no está capacitado, si nos desvinculamos del ejercicio de la ficción, a medir el tiempo sin nosotros.
Arriba o abajo, por la eternidad o en ciclos, nos soñamos a nosotros mismos desprovistos de nuestro órgano vehicular fugándonos del vacío. Queremos ser después del ser.
O, al menos, pensar que nuestra mejor esencia permanecerá para siempre, para que nos sea más sencillo ser y no caer ante la terrible abertura al vacío que se puede abrir a nuestros pies.
Para finalizar, parece que conocemos algo con nuestra intuición. Creemos en ello. Tenemos fe en nuestra supervivencia ulterior. Entonces, esa razón que nos lleva a comprender el Euribor, el PIB y la inflación, ¿es válida para tratar este asunto tan líquido?
Creo que, para encontrar respuestas, primero hay que hacer la pregunta adecuada.