Conjugar el futuro imperfecto.

Creo que llega el momento de admitir a las claras el sentido de este ensayo. Si has dedicado algo de tiempo a leer alguna entrada habrás advertido que esto no es más que un monólogo sobre la vida después de la muerte. Solo que, para mi comodidad, he intentado abordarlo paseando por una calle paralela, preguntarme acerca de la vida sin cuerpo, en vez de hacerlo por la avenida principal. Hablamos demasiado de Euribor, PIB e inflación y hay poco espacio para tratar este tema. Si estás aquí, gracias por tu compañía.

Articulamos nuestro “Yo”, construyéndolo a base de vivencias: respuestas al entorno condicionadas por inclinaciones del carácter. Somos lo que hacemos con lo que nos pasa. Hacemos lo que hacemos con lo que nos pasa porque hemos aprendido a hacerlo de determinada manera. Nos construimos así, añadiendo el recambio celular a la plasticidad de nuestro órgano vigía, pieza sobre pieza, día sobre día.

La dificultad al pensar en lo que viene después ( no, no es el postre ), proviene de conjugarse a sí mismo en un futuro incierto. Tendemos a lo esperable, a trazar planes, a hacer coincidir nuestra vida con lo que esperamos de ella. Hacemos planes para ir a comer la semana próxima. Pero hay un punto en esa conjugación del futuro en el que nuestro cerebro no es capaz de proyectarse: cuando cesa la existencia de ese narrador, ese perpetrador. Se le pide al protagonista que cese de relatar en primera persona y lo haga en ninguna y, una vez en ese escenario abstracto, que continúe contando la novela.

«Niña corriendo en un balcón» Giacomo Balla 1912. Futurismo.

La respuesta que he aprendido a través de la religión predominante en mi entorno de crecimiento es clara: seguimos persistiendo en una forma distinta, mejor. Desprovistos de las imperfecciones que el primitivo cerebro aporta a la ecuación: celos, miedo, ansia, lujuria. Somos nosotros sin nuestros pecados. Debemos ser el sujeto que plantean las sagradas escrituras para ser ese sujeto en un futuro gaseoso, inaprensible, utópico. Perdemos todas esas piezas sobre las que nosotros mismos nos hemos ido construyendo para quedar reducidos a una esencia fundamental. Parece que el precio para ser eternos es dejar de ser humanos.

Ante la imposibilidad de trazar un plan, ese “Yo” se perpetúa. Asciende, trasciende, vuelve. De manera egoísta tiende a seguir contando la historia desde su punto de vista, porque no está capacitado, si nos desvinculamos del ejercicio de la ficción, a medir el tiempo sin nosotros.
Arriba o abajo, por la eternidad o en ciclos, nos soñamos a nosotros mismos desprovistos de nuestro órgano vehicular fugándonos del vacío. Queremos ser después del ser.

O, al menos, pensar que nuestra mejor esencia permanecerá para siempre, para que nos sea más sencillo ser y no caer ante la terrible abertura al vacío que se puede abrir a nuestros pies.

Para finalizar, parece que conocemos algo con nuestra intuición. Creemos en ello. Tenemos fe en nuestra supervivencia ulterior. Entonces, esa razón que nos lleva a comprender el Euribor, el PIB y la inflación, ¿es válida para tratar este asunto tan líquido?

Creo que, para encontrar respuestas, primero hay que hacer la pregunta adecuada.

¿Me prestas los apuntes, Aristóteles?

Para Aristóteles puede existir un cuerpo sin alma pero no un alma sin cuerpo. 1 Puede existir un ojo sin vista, pero no una vista sin ojo. El ser precisa el sustento. Tal y como sé por mi padre, el sustento puede continuar con un leve hálito del ser desprovisto de casi todas sus cualidades afectivas, sociales y definitorias.

Todo lo que hacemos precisa el cuerpo. Incluso soñar, una actividad abstracta que sucede cuando la conciencia deja el sistema en suspensión, sucede estando nosotros presentes. Nuestra voz es emitida por las cuerdas vocales, la garganta, el aire de los pulmones. Damos palmas, caminamos y saltamos. Todo nos requiere, penas, alegría, desesperación y entusiasmo nos suceden porque media un órgano, o conjunto de órganos ( que tiendo a simplificar pues lo atribuyo a su función vehicular ).

Parece, entonces, que entro en conflicto o contradicción con la casi mágica idea de una energía inaprensible, invisible, capaz de actuar sobre el entorno. Quizás comparar al ser con un mando a distancia sea una reducción absurda que nos descategoriza. Ese emisor infrarrojo precisa de una fuente de energía. Sin energía, es inútil, no nos cambia de canal. Queda a la espera de energía para volver a funcionar. ¿Qué es el ser sin la energía? No-ser, una estructura-envase a los que añadimos percutores sentimentales a través de, otra vez, el recuerdo. Volvemos a la idea de la supervivencia a través del prójimo. El ser más allá del “ser” posibilitado por otros seres.

Por tanto, no-somos más allá de nuestro cuerpo, o no-se-es más allá de un organismo. Mientras que un organismo puede entrar en letargo, el ser no puede persistir sin el órgano, sin el Yo de carne que lo ha ideado y perfilado a través de la vida.

No-se-es más allá de un organismo. Pero, ¿existe una función remotamente coincidente con el “ser” que funcione de manera autónoma? ¿Existe un ser sin ser? ¿Está ahí la idea primigenia sobre la que hemos construido a nuestros dioses?

1.Víctor Páramo Valero, «El eterno dualismo antropológico alma-cuerpo: ¿roto por Laín?», Thémata. Revista de Filosofía Nº 46 (2012 – Segundo semestre) pp.: 563-569.

Ser y no ser, esa es la cuestión.

Mi padre sufre Alzhéimer. Quizás todas estas consideraciones se enraízan en esa interrupción del ser en él. No queda de el más que el cuerpo y algunas chispas que vagamente recuerdan lo que fue. Su cerebro no funciona de manera correcta, por lo tanto, su persona no reacciona, recuerda, siente, padece o simplemente “es” como “era”. De manera empírica, entonces, debo decir que su “ser” no ha persistido, incluso dentro de la vida. Si no somos más que el sonido del instrumento en su estado óptimo de afinación, si nuestras notas no suenan bien bajo un pinzado incorrecto de la cuerda bioquímica, si ni tan siquiera podemos afirmar que somos constantes durante la vida, que crecemos, que somos unos “seres” que dependen del entorno, ¿podemos ponernos a hablar si persistimos tras la desaparición de constantes vitales de eso que nos hace “seres”?

Quizás sí. Quizás ponerlo letra tras letra es la única manera que conocemos de perpetuar un anhelo de persistencia. De fotografiar con caracteres las tormentas bajo la cúpula de hueso. De contar a día de hoy quienes hemos llegado a ser, qué hemos llegado a pensar. Viajar en el tiempo para contar en un futuro quienes somos.

La mera reflexión resuena a El YO agarrándose a la vida más allá de la vida. Utilizando incluso una carretera secundaria.

¿Estamos en disposición de afirmar que nos sobrevivimos a nosotros mismos? ¿Nuestra esencia sobrevive a nuestra existencia? En un ordenador apagado, ¿la información sigue existiendo en alguna capa? ¿Alumbra una bombilla infrarroja si no la podemos ver con el ojo desnudo?

Dejo para el final una cita de Unamuno que me ayuda a continuar reflexionando: “es el cuerpo el que piensa y quiere y no un yo o una mente dentro del cuerpo”1

1 P. Laín Entralgo, «Sobre la persona», Arbor, nº 613, 1997, p. 22

Algunas respuestas religiosas a la idea del “Yo” perpetuo.

Criado en la tradición católica, cuando uno se plantea la cuestión de la supervivencia del alma , la respuesta debe ser afirmativa. Tras la vida nos enfrentamos a un baremo ético y moral con dos destinos: seguir existiendo en un plano celestial de paz o persistir en un agónico plano infernal donde purgar las vulneraciones del citado código. Si hubiese nacido en otra familia o en otro lugar, mi respuesta primaria sería afirmativa a través de la reencarnación, de la incorporación a la esencia energética, de la transmutación en virtud de nuestras acciones. O quizás una simple negativa si mis raíces fuesen más agnósticas o nihilistas.

Sea cual sea esa respuesta, es la primera. Y no hemos comenzado este camino para sentarnos en el primer banco.

Sea cual sea el credo, es un constructo a posteriori y necesario, en mi opinión, para librar al ser de asomarse al espejo de la existencia y no recibir un reflejo. Creer o no creer no diferenciaría el camino biológico, energético o trascendental al que podamos acceder en ese momento del “no-ser”.

El tener fe en el amor no te hace inmune a tener un desengaño. De existir esa “supervivencia”, sería común a todos, puesto que, le pese a quien le pese, todos somos en esencia lo mismo.

¿Esa idea espiritual arraigada en la propia mente que piensa sería capaz de forzar la trascendencia sin órgano? ¿Es tan fuerte la corriente del “Yo” como para perpetuarse sin sustento? Parece un acto final de egocentrismo augurado por el mismo ser que ansía perpetuarse. El “Yo” agarrándose a la vida más allá de la vida, intentando no perder la cordura. El “yo” como la X que no contempla una ecuación sin estar presente. Un “yo” que incluso proyecta películas mientras dormimos para intentar paliar esos periodos de “ser-no ser” cotidianos.

Una pregunta sencilla: ¿Puede existir un ser sin organismo?

Le invito a un viaje. Uno por mis apuntes sobre un ensayo que, considero, tiene más sentido si es puesto en disposición de los demás para que sea considerado, rebatido y enriquecido.

Caminaremos intentando evitar un enfoque exclusivamente basado en la “vida después de la vida”. Pero si este discurso tiene un instigador es, precisamente, ese momento vital de pasar de los cuarenta. Toda esta búsqueda resulta de la traducción de la pregunta “¿existe vida después de la vida?” a una de similar calado, pero en términos distintos: “¿puede existir un ser sin un organismo o soporte?”

La pregunta que alienta el primer paso de este camino dialéctico es de si una consciencia puede existir sin depender de un “cuerpo” físico, un anclaje material. ¿Existe una vivencia que no dependa de un órgano?

Cuando llegamos a ese punto común del “no-ser”, la existencia sin organismo propio solo quedaría relegada a la memoria de los otros. Por tanto, el recuerdo de nuestra esencia, cierta vida eterna por tiempo limitado, residiría en la memoria de otros. Seguiríamos necesitando un organismo, uno ajeno en este caso.

¿Dónde llevará esta disquisición? Pretendo huír de apriorismos que me limiten, para dar con “una” respuesta a una pregunta multidisciplinar, compleja, inherente y eterna. Pongo entre comillas “una” porque no soy tan osado de ni siquiera apuntar a años luz de “la Respuesta”. Trazar todos los caminos que pueda llegar a considerar, recorrerlos, anotarlos y trasladarlos a palabras más o menos acertadas. Una suerte de diario de bitácora en este viaje en el que quizás no existe tiempo ni espacio. Solo la intuición, quizás ilusoria, de la dualidad “ser-no ser”.

¿Tiene curiosidad? Yo también. Le invito a recorrer juntos este camino sin márgenes.